" (...) Exilio, por lo tanto, es un estado de ánimo, una cierta urgencia que sube por la boca del estómago y se resuelve en la garganta. Un afán por tirar una botella al mar. Por tratar, si se puede, de poner algunas cartas sobre la mesa..."

martes, 27 de abril de 2010

Año 1. No 1. Se reparten las cartas



El primer recuerdo de esta revista es estar sobre el mostrador de una fotocopiadora del barrio chino de París, frente a un energúmeno que se desesperaba tratando de conseguir una engrapadora ...

Luego de algunos meses tratando de invocar la literatura en cafés y bares de París, un grupo de apurados por decir algo decidimos juntar nuestras publicaciones en una revista y ponerle un nombre con el que nos pudieramos identificar. Y no sólo porque estemos a diez mil kilómetros de nuestra cuadra sino porque alguien por ahí dijo que todos aquellos con ganas de escribir, ya no se diga publicar, se encontraban un poco en el exilio.

Exilio por lo tanto es un estado de ánimo, una cierta urgencia que sube por la boca del estómago y se resuelve en la garganta (de ahí nuestra afición por las "frías"). Un afán por tirar una botella al mar. Por tratar, si se puede, de poner algunas cartas sobre la mesa, y que otros más se unan al poker y pongan las suyas también. No importa si lo que se arma es una escalera real o una tremenda bronca. Pero que todos traigamos y nos llevemos algo. Porque creemos en la literatura como intercambio, como timba metafísica donde cada uno trae la mano de cartas que le tocaron, donde salimos un poco de nuestro sitio en la cadena de montaje y nos vemos las caras. Quizás en una de esas la carta del loco nos dice por fin de qué se trata todo este juego. En este primer número: "Vox", "Ría", "Esperando el amanecer" y una colaboración de Gabriel Rimachi titulada "Sérpico sin Al Pacino". Que empiece la partida.


Vox
Miguel Lerzundi


Al ahorcado
sus hijos no natos
al suicida
el dolor que se ahorra
al burócrata enlatado
arar el campo
al castrato
erecciones cósmicas
al yonki
fragantes sabanas blancas
al disoluto
el vientre de su madre
al brote de hierba
el obsceno y glorioso aroma del fresno maduro
a todos
el acre sabor del parto


Ría
Iván Blas

Tú eres mi muerte
el río de color que irriga
todo lo humano
Al principio, era una isla.
de repente: la contaminación,
la creciente,
la vertiente caudalosa,
que viene e irrumpe
las anclas de mi suerte.
Entre el puente y la vida,
te elegiría a ti.
Sabiendo aún que tus aguas
suelen tornarse locas, turbias
y saladas.
Si me dieran a escoger
permanecería como un pez,
en la plena humedad
de tu corriente.
En su violencia y su tortura;
pero soy la madera, la tabla,
el velero volador que vaga.
Tú el agua, la turbulencia,
los desbordes tormentosos,
la luz eléctrica.
La fuerza de las turbinas;
la energía hidráulica
Yo, la barca,
que a fuerza de las ganas
rema, distante, lejos de toda orilla.


Esperando el amanecer
Abraham Prudencio





Esa mañana se había levantado más temprano que las otras veces. Su madre se había pasado toda la noche dando vueltas en la cama, tiritaba no sólo de frío sino de dolor, hacía más de una semana que no se podía parar, sólo sus ojos gastados parecían pedir clamor. Ya en esas instancias ella se había convertido casi en un símbolo, de niño cuando la veía llorar rogaba tener las fuerzas suficientes para darle algún día las satisfacciones que ella merecía, más que cualquier otra cosa sentía impotencia, a veces además de poseer un espíritu fuerte y desbocado sentía la sensación de sentirse atado de cuerpo y alma. La madre siempre había hecho todo lo que estaba a su alcance, pero en ese momento no podía ni moverse, había envejecido de la noche a la mañana, la preocupación por el día a día la estaba matando.

Él siempre creció con la ilusión de ser alguien en esta vida y así darle alegrías pues quería complacerla en lo que fuera posible. Por esa razón antes de cumplir los 12 años se fue a trabajar en lo que se presentara, esta dura experiencia le sirvió para darse cuenta que a las personas solamente les interesaba su beneficio personal y el dinero que a duras penas lograba recaudar sólo alcanzaba para comer. Bajo esta situación llegó a la desalentadora conclusión de que las cosas se habían hecho de tal manera que hiciera lo que hiciera siempre tendría las de perder; sin embargo, esa mañana se levantó muy temprano, aún podía hacer algo, y dándole un beso en la frente salió volando, tenía muchas energías y el día recién estaba empezando.

En la casa-distribuidora todos trabajan disciplinadamente y siempre contra el tiempo. Pérez, un hombre gordo y renegón, no sólo era el encargado de la repartición de la mercancía sino también del asunto del dinero, por esta razón era mejor portarse cordialmente con él. Como todas las mañanas llenó en silencio los distintos sabores de helados, pensó en pedirle aumento o si fuera posible un adelanto, pero el carácter déspota y malgeniado de su jefe lo intimidó, mejor debía esperar el momento ideal, su apresuramiento sólo agravaría las cosas. Verificó que no faltara nada y partió a gran velocidad junto con sus otros “colegas” hacia la gran ciudad desconocida.

El sol aún no se posicionaba bien pero ya se sentía el sopor, rogó de corazón para que ese día le fuera bien en el negocio. Estuvo toda la mañana sin desayunar pero tampoco tenía hambre, el verano había incrementado sus ventas, al menos algo de bueno tenía esa estación.

Cada día tenía que buscar un lugar concurrido pero sobre todo debía evitar la competencia, esta vez se posicionó junto a un colegio estatal, felizmente nadie había llegado antes que él y de ir bien el negocio haría respetar su zona conquistada a como diera lugar; ahora sólo era cuestión de esperar. La gente al poco rato le empezó a comprar, cada venta lo ponía más optimista que nunca, hasta por un momento creyó que era el negocio ideal, se convenció que el haberse encomendado a la virgen y el haberse persignado en la primera venta había dado sus frutos. Hubo un instante en que despachó a un enjambre de muchachitos díscolos, lo atarantaron pidiéndole una y otra cosa, apenas pudo atenderlos. Al promediar las seis de la tarde por fin ya había terminado, no le quedaba ni una bola de helados, se sentía contento porque ello significaba una ganancia neta de 20 soles, con ello podría comprar muchas cosas y quizá en casa su madre sólo requería de una simple pastilla para recuperarse y todo empezaría a mejorar.
Regresó a la casa-distribuidora a dejar el triciclo y cuadrar la venta, unas semanas más así y probablemente hasta podría darse el lujo de ahorrar. El gordo Pérez siempre los esperaba inquieto, su rostro descompuesto parecía necesitar con urgencia una alta dosis de satisfacción monetaria. Él, como todos los días, entregó de golpe todo el dinero, tanto los billetes como las monedas formaron un montículo, el hombre se puso a contar el dinero con gran pericia, parecía una máquina y de rato en rato aspiraba hondamente el humo de su cigarrillo.

El muchacho acostumbrado a recibir su paga en monedas se sorprendió al ver cómo Pérez le alargaba un billete de 20 soles, superó el desconcierto guardándoselo bien en el bolsillo, si prefería dárselo así mejor para él, de esa manera no se le escaparía ninguna moneda, salió agradeciéndole como si Pérez le acabase de hacer un gran favor. Quiso decirle que su mamá estaba enferma, y que al menos con ese dinero podría hacer algo por ella pero el tipo ya se había vuelto a seguir contando el dinero que amontonaban presurosos los otros trabajadores.

El muchacho salió cansado pero contento, en el camino pensó llevar algo para comer, su madre seguramente seguiría en cama y de hambre, se imaginó compartiendo con ella una suculenta sopa caliente, eso le despertó el apetito. Fue en el momento de cancelar la bolsa de verduras cuando la vendedora cambió radicalmente de expresión, puso el rostro como si acabase de ver una inmunda rata en medio de los panes y bizcochos y llena de cólera le espetó que ese billete estaba falso, él apenas pudo creerlo, sintió cómo el alma se le iba del cuerpo y en medio de su incredulidad, apenas pudo recuperar el dinero, salió desconcertado del lugar, no había peor noticia que la confirmación de la estafa, volteaba una y otra vez el billete como buscando una explicación; simplemente no podía aceptarlo, ¿qué había pasado? ¿Por qué tanta mala suerte? ¿Por qué precisamente a él el destino le jugaba esa mala pasada? Ya en la claridad de la luz se percató que efectivamente ese billete tenía todas las características de haber sido falsificado.

Se puso a hacer memoria, pero todo esfuerzo por tratar de recordar resultaba inútil, quizá abría sido uno de sus tantos clientes o bien quizá su avaro patrón o la chica de las verduras que en un hábil movimiento había cambiado el billete, una nube negra gobernaba en ese momento su memoria y su espíritu, no sabría nunca quién había sido el malvado y él que había estado feliz de vender tanto, no pudo distinguir ningún rostro perverso porque todos le parecían gente buena. Ya no tenía sentido tampoco ir a la farmacia para comprar algún tranquilizante. El ánimo alicaído fue una señal para sentir cómo su espíritu se derrumbaba, desde ese momento, segundo a segundo, como si le arrancaran el corazón, sintió cómo se le iban las fuerzas, pensó por un momento en ir a pasarlo comprando algo y hacerse el cínico pero en cada tienda que merodeaba sólo encontraba a personas que como él trataban de ganarse la vida.

Dando pasos cada vez más inseguros e inciertos se dio media vuelta, ¿qué le diría a su madre ahora? Al llegar sin nada a casa ella sentiría una profunda decepción, con el billete aún en las manos sudorosas no podía creer tanta injusticia, habiendo tantos negocios y que precisamente ese dinero sin valor haya llegado a caer a sus manos. Recordó con amargura a su padre que se perdía borracho en los confines de su memoria, nada le daba fuerzas en ese momento, en medio de la oscuridad y el clima enrarecido sólo deseó perderse.

No supo cuánto había caminado pero se dio cuenta que estaba muy cerca de casa cuando empezó a sentir la arena cada vez más profunda y pesada, a cada paso sentía que se hundía, le rondó una rara sensación agónica como si el arenal tratara de tragárselo entero, el ruido de la ciudad había quedado atrás y desde allí apenas se podía distinguir el anochecer moribundo y las casuchas dispersas por toda esa interminable sabana grisácea.

Por más que no deseaba llegar poco a poco se iba acercando a casa, tenía que hacerlo de todas maneras, en esos momentos muchas cosas se le pasaron por la cabeza, como si recién se enterara se percató que su vida siempre sería la de vendedor de helados y por más que se esforzase nunca saldría de ese abismo, resignado y con muchas ganas de llorar, sintió cómo el nudo de su garganta le aprisionaba fuertemente; hacía apenas un mes que estaba trabajado allí, la semana anterior había llegado contento, gritaba de emoción porque como un regalo divino nuevamente le había ido bien en el negocio y de pura felicidad le había comprado un lindo vestido a su querida progenitora, la madre contenta no quiso ni ponérselo por temor a ensuciarlo, sintió como si ese instante hubiese sido un sueño; pero en ese momento sólo sentía unas ganas profundas de llorar, ¿qué le iría decir..? Se sentía culpable de todo, teniendo todas las fuerzas de la juventud y llegar sin un pan a casa no podía ser posible. Sin otra opción empujó la descalabrada puerta, hasta ese momento no sabía qué excusa inventar, ella se pondría muy triste y pensar que sólo ayer le dijo mirándole a los ojos que él era un joven muy bueno y de gran corazón y que se sentía muy orgullosa de tenerlo a su lado… qué decepción. Entró cabizbajo, permaneció en silencio un buen rato, y sacando fuerza de las tripas susurró: “Madre… te haré algo de tomar…” pensó en recibir una respuesta inmediata pero no, el silencio fue como un estela que se extendió hasta las estrellas, eso le dio tiempo para tratar de acomodarse y pensar en qué decir, fue en su segunda intervención cuando se percata que ella seguía en cama pero ya no pertenecía a este mundo. Sólo gente como ella se iba a la tumba sin saber de qué se moría. A pesar de la penumbra parecía como si durmiera tranquilamente, su rostro había tomado una expresión como diciéndole que ya podía dejar de pensar en ella, ya no sería una carga más, en adelante sólo debía velar por él y que desde ese momento una nueva etapa había empezado.

Abrazó con fuerza el cuerpo inerte y gritó de rabia y dolor. Cegado por la pérdida se encaminó a lo más alto del arenal, desde allí pudo ver parte de la inmensidad de la noche limeña, la sintió una ciudad cruel y devastadora, las luces anaranjadas titilaban tímidas a lo lejos, le pareció estar parado en medio de la nada, más solo que nunca y con la muerte a cuestas, qué lejos estaban de él los sueños y las esperanzas, derrotado y ya sin fuerzas se preguntaba una y otra vez qué de malo había hecho él en esta vida para joderse tanto con apenas 16 abriles.
A lo lejos una voz cansada pronunció su nombre, pero él ya no quería saber nada de este mundo.


Sérpico sin Al Pacino
Gabriel Rimachi



A los cuervos de Mersch,
por terminar de escribir esta historia...


Era un placer matar.

Era estremecedoramente bello ver los cuerpos convulsionándose completamente fuera de control, sentir cómo bajo las palmas de las manos los músculos ajenos palpitaban con furia intentando reventar los alambres que los mantenían fundidos al oxidado catre de enfermería donde se les iba la vida. Ahora era diferente, pensó el Caimán. Igual pero diferente, se corrigió. Los cuerpos cambiaban de forma entonces. Se transformaban. Las ataduras reventaban venas, vasos, articulaciones, tornaban la blanca dermis en una abultada mancha lila que al ser punzada con el bisturí, dejaba escapar una viscosa mancha de sangre muerta. La mordaza de cuero mojado sobre la boca amortiguaba el grito que, de haberse oído, quizás habría despertado algún recuerdo en su mente, alguna emoción. Pero siempre era la misma vaina, Caimán, siempre me traicionan, pensó. Bien claro le dije: no seas pendeja, acá somos un equipo, acá todos ganamos con todos, todos para una y una para todos. Y esa una era la emoción de poder hacer lo que nos gusta tanto, cariño, recuerda: no somos asesinos, somos artistas que trabajan con piel viva. La transformamos a través del dolor y, a cambio, pues nos ganamos un buen billete ¡es perfecto! Pero no pues, tuviste que meter la pata, flaca, no te bastó con nuestro trato, quisiste más. Ahora pues, se dijo susurrando, ahora lloras y pides y ruegas. Te olvidaste del trato. No puedes pedir tanto con tan poco en la cabeza. Fuiste bruta. Sonrió.

-Vamos, ya es tarde -dijo Tony -acabemos de una vez.
-Espera, hermanito -dijo Lucio -hay que darle la vuelta un ratito, quiero ver cómo esas nalgas tiemblan rico, como en el carnaval de Río ¿se acuerdan? Qué fiestón, la plancha ya está roja.
-Pero algo rápido, no tenemos mucho tiempo ¿Ya llamó el Papi?

La tercera botella de pisco dejó escapar el aroma a uva quebranta que se mezcló con el de la carne abrasada. Huele delicioso, pensó el Caimán mientras su pulso aceleraba una inminente erección. Sus ojos despedían un brillo lascivo, le temblaban tanto como aquellas nalgas: a cada contacto de la plancha a vapor se sacudían contrayéndose y expandiéndose con fuerza, mientras las piernas se agitaban de un lado a otro. Lucio cruzó la habitación de adobe y su gorra golpeó el foco que pendía de un cable sujetado con gutapercha. La luz empezó a balancearse formando imágenes distorsionadas que de cuando en cuando iluminaba una cabeza que se agitaba de terror sobre el catre. Finalmente aquel cuerpo no pudo más y desmayó.

-Uy, carajo... se nos acabó la fiesta -dijo Tony, picándole el cuerpo varias veces con una aguja -tiene para rato así. ¿Regresamos luego? Miró la hora. Son casi las diez.
El ruido del motor anunciaba fin de fiesta, el Caimán y Tony terminaron sus vasos y abrocharon sus camisas frente a los restos de un espejo acomodado sobre unas cajas vacías de cerveza. El olor del cigarrillo se había impregnado en las paredes.
-Cuando era niño quería ser como Tom Cruise cuando salía en Top Gun, ¿te lo conté alguna vez? dijo Tony, pero me faltó un padrino, así nomás no se puede entrar en la Fuerza Aérea. Esas casacas que usaban eran... eran...

-Eran como las de Luis Miguel cuando cantaba La incondicional, dijo el Caimán, sonriendo, me has contado esa historia un millón de veces.
-Nada de Luis Miguel, Caimán, pero se sincero: mi sonrisa es como la de Tom, ¿sí o no?

A ver, mira, dijo sonriendo frente al espejo. La tenue luz iluminó sus rostros desencajados por la faena nocturna. El Caimán abrochó su reloj pulsera. Mientras se colgaban las chapas en el pecho, aspiraron alternadamente un poco de polvo. Salieron. El frío de la noche templó sus mejillas.

Lucio arrancó el auto y se dirigieron a casa de Elizabeth, tenían que recoger sus cosas, terminar el trabajo de una vez. No sería difícil, ¿verdad Caimán? Preguntó Tony, esta vez no estaba tan seguro de eso. Esta vez era diferente, pensó, igual pero diferente, se corrigió. Caimán miró a Tony, le hizo una mueca de desdén y abrió toda la ventana para que entrara el aire helado de Huachipa, antes que empezaran a entrar a Lima y a su húmedo y pegajoso aire lleno de polvo y suciedad. Había conocido a Tony durante la graduación de la escuela de oficiales a comienzos de los setentas, meses después de la huelga policial. Le hubiera gustado estar en esa revuelta, pensaba, habría sido delicioso entrar en medio de aquella turba disparando a diestra y siniestra con toda la fuerza que le otorgaba la placa de Investigaciones y un revólver cargado con balas dum dum. Hermosas balas, pensaba, al contacto con el cuerpo se dispersaban en cientos de alocadas esquirlas que se abrían paso entre la carne para sajar todo a su paso... hermosas balas, lástima la prohibición. Aquella noche un fulano empezó a enamorar a su pareja de baile y el Caimán lo sacó al jardín del cuello y le quebró las piernas. Antes de que la cosa llegara a mayores, Tony apareció para ayudarlo a cargar al pobre tipo que, desmayado, fue metido en la maletera de un viejo Datsun y arrojado en una playa de la Costa Verde. La amistad fue inmediata. Meses después, mientras hacía el reglaje a un sospechoso de homicidio, vio a Tony entrar a uno de los prostíbulos de la avenida Argentina. Estacionó el carro y entró tras él. Tony coqueteaba con un par de prostitutas en una mesa. Olía a vino barato, a vómito, a orines, a pies, a sudor. El ritmo de la cumbia guiaba los movimientos de cadera de una bailarina gorda y desnuda que se deshacía en disfuerzos para excitar a algún ebrio. Qué tal investigaciones, preguntó Tony, no me quejo, pero necesito adrenalina, hermanito, tú entiendes, yo estoy para cosas mayores. Tony sonrió: un día, y ese día será más pronto de lo que imaginamos, estarás arriba, Caimán, entonces espero que te acuerdes de mí, ¿adrenalina? Tengo algo mejor... y le susurró al oído: mucho mejor ¡salud, hermanito, mira qué ricas hembras tenemos acá para compartir! Las mujeres rieron, se ubicaron una al lado del otro y empezaron a besarlos intentando cada cierto tiempo buscarles el dinero en los bolsillos del pantalón. Horas más tarde, dentro de un cuartucho de adobe en los altos de una casona a espaldas del Hotel Crillón, ataron a las dos luego de golpearlas con unas varas de metal. El Caimán, nervioso y con el pecho agitado, le lanzó a Tony una sonrisa furiosa, sabía lo que vendría, el pacto silencioso se estaba sellando con aquella sonrisa que le congeló el rostro por un momento; Tony sacó una cartuchera negra que llevaba consigo y algo se agitó bruscamente dentro, dejando escapar un chillido rabioso. Ambas mujeres se agitaron desesperadas sobre unos colchones mugrosos. Una estaba boca abajo y la otra boca arriba. Tenían las piernas abiertas, atadas a ambos lados de las patas de la cama y una pelota de goma en la boca. ¿Qué tanto sabes del sexo femenino, Caimán? Mucho, compadre, soy un maestro. ¿Y de ratas? Caimán lo miró sorprendido ¿Qué tanto sabes de ratas hambrientas? Nuevamente esa sonrisa furiosa. Las mujeres se miraron aterradas, las lágrimas habían disuelto el maquillaje barato que ahora se corría lentamente hacia sus orejas. Caimán subió el volumen de la radio. Ellas empezaron a sacudirse con violencia, una a una, en sus camas, quebrándose de desesperación hasta el infinito. Caimán y Tony reían mientras fumaban unos Premier. Abajo, en la calle, un par de policías que compraban cigarrillos en una carreta, comentaban que qué buena estaba la rumba esa del segundo piso, compadrito...
Lucio, dobla a la derecha en esa esquina. Lucio obedece. El viejo Datsun tomó la Marsano y recorrió varias cuadras a baja velocidad, ya estaban cerca. Atrás había quedado el descampado de Huachipa y el frío seco que anuncia el límite con Lima, Ciudad de Los Reyes (sin reino alguno). Ciudad de mierda, observa. ¿Por qué tuviste que hacer eso, Elizabeth? Pensó el Caimán mientras reconocía cada calle donde había caminado de la mano con ella desde hacía veinte años. La pizzería donde una madrugada de marzo le dijo que la querría para siempre, que por qué no sellábamos este beso en un hotelito acá nomás, cariñito, seguía ahí, con el mismo color pastel de toda la vida. Ahí la panadería del gordo Malatesta donde compraba por las mañanas el jamón serrano que a ella le gustaba, ahí el kiosco de periódicos, ahí la tienda de colchones, ahí la señora de los anticuchos, ahí los borrachines de siempre, ahí los vendedores de droga que al ver el auto huyen como ratas, allí el parque medio pelado, con sus columpios sin sillas, allí los jardines llenos de caca de perro, allí el edificio, su zona de descanso, allí su corazón, allí parte de su vida revuelta, allí completamente vacío, allí todos sus recuerdos mezclados; allí, finalmente, piensa: nada.

Tony, tú te encargas del dinero y las joyas, Lucio, trae algo de ropa como para un viaje largo, usa las 2 maletas Gucci grandes y escoge la ropa íntima más bonita (si te veo oliéndolas te lanzo por la ventana; Lucio asiente en silencio), imaginemos que va al Caribe ¡ropa y accesorios de verano! ¡Listo! yo veré la limpieza y algunas cosas más. Tenemos 30 minutos a partir de ahora, miró su reloj ¡ya!

Caimán recorre el departamento lentamente, mirando los cuadros y recordando con gestos faciales, tal vez alguna etapa de su vida. Coge la escoba y empieza a pasar la franela para dispersar el polvo, tiene cuidado de no encender muchas luces, sólo un par de lámparas pequeñas, suficiente. ¿De verdad quieres casarte conmigo? Le había preguntado Elizabeth luego de salir de aquel hotel en Surquillo, estaba feliz de haberse entregado, pero claro que sí, ¿por qué lo dudas?, y no supo responderte, Caimán, quizá su sexto sentido de hembrita ilusionada, ¿no sería eso? Tal vez de verdad te quería demasiado pero no te diste cuenta de nada ¿y sabes por qué? Porque también la querías, claro que sí, por eso era. Y una tarde ¿te gusta cómo sonrío, mami? Y ella pero claro que sí, guapo, mis amigas dicen que te pareces a Al Pacino, lo toma de la bragueta: ven y tómame. Ya la tienes, Caimán, ya está comiendo de tu mano: Elizabeth Duarte, candidata a estar entre los diez mejores miembros de auditorías internas, comiendo de tu mano ¿No está mal Al Pacino, eh Tony? Se sorprende feliz, mirándose el torso y la barba crecida en el espejo, es un gran actor y acabo de ver una muy buena en el cine Roma, muy, muy buena... casi tanto como mi propia vida, susurra. Tony lo mira desde la cama, pues debe tener un trasero tan hermoso como el tuyo, Al, le dice mientras enciende un cigarrillo, sonriente ¿Y tus amigas también tienen sus novios dentro del Cuerpo? Ella entorna los ojos, sabe que no debe decir nada pero Caimán es su hombre, soy tu macho alfa, ricurita, cuéntamelo todo y verás: acá ganamos los dos y mucho, no te preocupes, yo me encargo. Y sobre la mesa del Director de Tránsito y Multas apareció un sobre con fotos donde aparecía desnudo sobre la suboficial Mejía que tenía un gesto de estar muy muy muy feliz, y lo mismo le pasaba a los tenientes recién casados destacados en comisarías de zonas peligrosas y nadie decía nada y los sobres con los chantajes llegaban de todos lados y ¡que viva la música, carajo! ¡Y nuestra gloriosa policía! Elizabeth filtraba la información y se encargaba de los seguimientos, todos felices, todos con plata. Y de pronto la novedad: estoy embarazada y tú, Caimán: la cagada... ¿no me dijiste que te cuidabas? Solucionemos esto pronto, Elizabeth, que no podemos tener hijos, nada de hijos, no quiero ni uno solo, mejor un gato o un canario ¿entiendes? Sí, mi amor, entiendo, pero ¿y ahora? Y la llevaste a la plaza San Martín, segundo piso en Los Portales, al lado del jirón de La Unión: Dr. Becerra. Médico cirujano.

Todo listo, Caimán, dijo Tony bastante agitado. Todo a tiempo, como siempre. ¡Lucio! Listo mi jefe, será la mejor vestida en el Caribe o en Las Bahamas o a donde quiera que se vaya a ir, acaba de llamar el Papi, ya tiene los boletos de avión, tiene también a la trampa con toda la documentación. Para mañana todos se preguntarán porqué se fue de viaje sin despedirse. Bajen todo que ya voy. Caimán mira el departamento por última vez antes de salir. No han usado el ascensor sino la escalera de emergencia, salen por la puerta falsa de la cochera y acomodan las maletas dentro del Datsun, Caimán se resiste un poco a cerrar la puerta, el último en salir que apague la luz, sonríe. Entra a la habitación donde durmieron juntos, se sienta sobre la cama, huele la almohada de Elizabeth, tan linda con sus medias de colores cuando era invierno, se le escapa una lágrima, mira al techo ¿por qué tuviste que cagarla toda, Elizabeth, si nadie tenía que salir lastimado? piensa, la casita de la alegría, la casita de la alegría... abre el velador y descubre una vincha con orejas de conejita, sí, ¿recuerdas ya, Caimán? Los recuerdos empiezan a traicionarlo. Ella bailaba para ti disfrazada de coneja del Play Boy y tú pensando en Tony. No. Nada de traicionarse que los sentimientos no importan: esto es un negocio. El motor ya está en marcha cuando Caimán sube ordenándole a Lucio detenerse en la primera cantina de la carretera central. El auto sale de la Marsano, las luces amarillas de los postes entristecen aún más una ciudad dura, llena de sorpresas. Ciudad de mierda, piensa Caimán, el aire que entra a golpes por la ventana abierta le refresca el rostro, termina de endurecerlo. Lucio siente la vibración en el bolsillo. Es el Papi, la trampa ya está embarcando en el avión, último vuelo de Avianca, Caimán. Todo está como lo ordenaste. Caimán asiente, mudo, no puede emitir palabra, sabe que aún falta lo peor, lo más duro... pero también lo más placentero.
El auto se detiene en El Sapo. Desde el umbral de la puerta se oye la cumbia, el rumor de los borrachines que beben alcohol de una botella transparente, ni siquiera los toman en cuenta, hablan de fútbol, ha ganado Alianza Lima 2 a 0 al Aurich. Piden seis cervezas heladas, Tony mira el rostro de Caimán, quiere preguntarle algo pero sabe, percibe, que no debe decir nada. ¡Salud! y empieza la amanecida. Lucio sale cada cierto tiempo a mirar el viejo Datsun, si esa maletera hablara, piensa mientras ve pasar a los camiones que regresan vacíos de Lima a la sierra para... sierra... sierra... piensa, regresa a la mesa y ya no hay cerveza. Debemos irnos, Caimán, le dice, aún falta terminar el trabajo. Caimán lo mira, tiene la cabeza embotada por las cervezas y el pisco y los recuerdos. Salen tambaleándose y el Datsun se pone en marcha. Antes de llegar a las vías del tren doblan a la izquierda, apagan las luces y enrumban por un sendero que ellos mismos han hecho. Diez minutos después ven la casa de adobe. El sonido del auto despierta algo dentro de aquella oscuridad de barro y paja, sabe lo que le espera. Tony saca una botella de licor de debajo del asiento, es para terminar el trabajo, Caimán, le dice. Los tres beben en la puerta, entran y encienden el foco. La habitación huele a una mixtura que no se puede definir bien. Elizabeth se retuerce en aquel crujiente catre de enfermería. Tienen unas ampollas gigantes en las nalgas y la espalda completamente desgarrada por el ejercicio de la tarde. Intenta zafarse en vano. ¿Te has portado bien querida? Dice Caimán, acariciándole el cabello. Nunca debiste desobedecerme, ella mueve su cabeza de izquierda a derecha desesperadamente, te dije bien claro: acá somos un equipo: todos para una, y una para todos, pero no, tuviste que tomarnos esas malditas fotos a mí y a Tony, Lucio los mira desconcertado, recién capta el por qué del asunto, y ahora... no nos dejas otra alternativa. Le quita las vendas, Elizabeth tiene los ojos chinos por los golpes y el llanto, gime en vano, Tony ya empezó a picarla con el bisturí, la correa de cuero no está más mojada pero se ha endurecido con su propio vaho, se retuerce violentamente sobre el catre, Lucio sube el volumen de la radio y saca las sierras de un costal de lona. Elizabeth reconoce en medio de aquel ambiente brumoso de cigarrillo y dolor el brillo aquel, ella misma ha ayudado varias veces a terminar muchos trabajos. Afuera los grillos guardan silencio. Es imposible cantar la primavera cuando está lloviendo sangre.

Aquella noche antes de dormir, el Caimán la imaginó con las manos puestas a ambos lados de la cabeza, como orejas de conejita. Se cepilló los dientes con dentífrico, luego con bicarbonato. Se enjuagó con Listerine. Sonrío frente al espejo, guiñando un ojo. ¿Tony tenía la sonrisa de Tom Cruise? ¡Bah! Qué tontería, su sonrisa era la de un galán perfecto, Al Pacino, total, piensa, así como encontré a Elizabeth y la enamoré y la convencí de entrar en el Grupo, así encontraré otra; nada de sentimentalismos, carajo, que joden los nervios. Rezó dos Padres Nuestros antes de acomodar la almohada, pidiendo por el alma de su hijo. Cuando iba a cerrar los ojos, sintió esa sonrisa feroz que le provocó ver el torso de Elizabeth tan separado de sus piernas y sus brazos y su cabeza con las manos como orejas de conejita. Le dio más risa recordar sus nalgas temblando bajo la plancha de vapor y el gesto desorbitado cuando empezaron a serrucharla toda y la forma deliciosa en que se movía su cuerpo con cada arremetida. En la oscuridad de su habitación, los músculos del rostro se le habían endurecido con ese gesto. Nunca, desde aquella noche en que conoció a Tony, se le borraba esa sonrisa.

Nunca, creía recordar, se le había borrado.

Mersch, invierno del 2010.

Texto inédito basado en una idea concebida en Lima, Perú, y desarrollado durante la beca de residencia literaria otorgada por el Centro Nacional de Literatura de Mersch, Luxemburgo, durante el invierno de 2010.